"Vinieron los sarracenos,
y nos molieron a palos;
Que Dios ayuda a los malos,
Cuando son MÁS que los buenos."
Así, con este poema de origen incierto, pero que apunta a los años duros del medievo, comenzaba el genial Juan Eugenio Hartzenbusch unas décimas leídas en el Teatro del Circo en la noche del 25 de enero de 1860, en plena Guerra de África. Episodio aquél, el de la Guerra de África, el cual merece la pena conocer, analizar y comprender, incluidas décimas del insigne Hartzenbusch (no confundir con el no menos insigne veterinario Hugo Z. Hackenbush, a quien muchos conocimos en “Un día en las carreras”).
Con este un tanto caótico introito, quiero empezar mi reflexión de hoy, martes 8 de febrero, día de San Lacuto Abad, hermano de los santos Winwaldo y Guethnoc, que construyó cerca del mar el monasterio que después llevó su nombre en el siglo VI en la Bretaña Menor. Bajo su manto protector pues, y teclado en ristre (ay, dónde quedaron las estilográficas y el buen papel del galgo, snif) procedo a narrar los nubarrones que a ratos sombrean mi pensamiento.
Hay veces en las que me planteo si merece la pena seguir remando a contracorriente en vez de dejarme llevar, veces en las que me siento un bicho raro, un punto oscuro entre tantos colorines. Siempre he sido el bicho raro, aquél a quien no le gusta el fútbol, ni el famoseo, quien fue el chico bueno al que muchas amigas acudían a contar sus penas con los malotes de la pandilla, y que no se comió un rosco hasta que mi dama se cruzó en el sendero.
Ya son más de 50 años dando bordadas para poder avanzar con el viento en contra, en todos los sentidos: en mi trabajo, educando a mis hijos… A nivel laboral, he pasado ya por 6 empresas diferentes, y no he pasado de un nivel de mando intermedio a nivel técnico, cuando compañeros más jóvenes que yo, ya andan por puestos directivos, triunfadores de la feria a hombros por la puerta del príncipe, mientras yo sigo en la sombra. Y no es por falta de formación ni de competencia, os lo aseguro. Los malotes siguen triunfando, los ambiciosos, los que saben moverse entre bambalinas, los que se guardan el as en la manga y luego exigen que les devuelvan los favores.
Tal vez me he equivocado, a veces pienso. Tendría mejor sueldo, parking techado con mi nombre puesto, despacho con vistas al mar, bien relacionado y con una brillantísima proyección de futuro. Entonces, miro a mi entorno inmediato, a la bella esposa que supo valorar lo que mi capa gris ocultaba, miro a mis hijos, ya con 20 y 16 años, y las nubes se despejan, vuelvo a agarrar el remo, a cazar la escota de la vela mayor, doy otra bordada contra el viento, sonrío orgulloso y sigo navegando.